Justino de Jacobis nació en San Fele (Italia), el 9 de octubre de 1800. Ingresó en la Congregación de la Misión en Nápoles, donde, en 1820, emitió los Votos. El 12 de junio de 1824, recibió la ordenación presbiteral. Sus primeros 15 años como sacerdote los dedicó a diferentes ministerios, todos ellos en consonancia con la finalidad de la Congregación de la Misión: misiones, ejercicios espirituales, visitas a los pobres y a los enfermos, fundación y acompañamiento de asociaciones de caridad, formación y cuidado de sus Cohermanos. Habiendo solicitado ser enviado a las misiones de África, el Padre Justino fue enviado a Abisinia el 24 de mayo de 1839.
Tras un largo viaje, marcado por una sucesión de acontecimientos inesperados, llegó a Etiopía. En adelante, su gran reto será mantener viva la fe de aquel pueblo, purificándola de herejías, supersticiones e influencias contrarias a su integridad. Justino también se preocupó por la vida moral y sacramental de los fieles. Su labor misionera despertó en los dirigentes religiosos de la Iglesia Copta – separada durante siglos de la Iglesia Católica de Roma – un sentimiento de desconfianza y, por ello, la persecución fue constante. Etiopía parecía impenetrable para la fe católica. A Justino le quedaba la tarea siempre necesaria de la inculturación: una evangelización que tenía que partir de un auténtico amor y una real identificación con los abisinios, de la valoración de la cultura original de los etíopes y del reconocimiento de sus tradiciones.
Nada más llegar, Justino se mostró dispuesto a vestir el hábito de los monjes abisinios, se esforzó por aprender la más común de las muchas lenguas que se hablaban en el lugar y se esforzó por crear lazos de amistad con todos, superando el carácter receloso de los etíopes. Como no se le permitía predicar públicamente, ni siquiera celebrar la Santa Misa, aprovechaba las primeras horas de la mañana para rezar y celebrar el Misterio Eucarístico. Poco a poco, consiguió ganarse a la gente, que se sintió atraída por la bondad y la paciencia de aquel hombre de Dios. Reuníaa pequeños grupos para la catequesis y, ocasionalmente, era invitado a predicar en las iglesias.
El 6 de julio de 1847, fue nombrado obispo titular de Nilópolis y Vicario Apostólico de Abisinia. Una vez ordenado obispo y tras conocer el agravamiento de la situación, Jacobis decidió volver a su tierra de misión. Cuanto mayor era la persecución, más crecía la misión: se fundaban nuevos centros y aumentaban las conversiones. El número de católicos alcanzaba los 5 mil,
se habían ordenado 15 sacerdotes y se preparaban 10 jóvenes en el seminario que se había fundado. Misionero y pastor, Justino de Jacobis quiso ser "padre, amigo y hermano de todo el Pueblo de Dios, siempre abierto al diálogo" (Documento de Aparecida, n. 188). De hecho, su paternidad episcopal se veía claramente en sus actitudes: amando al pueblo abisinio, era capaz de ofrecer consuelo y seguridad a los que estaban desamparados y se sentían perdidos y sin esperanza. Como hombre de compasión, supo hacer suyos los sufrimientos y dolores de su
pueblo, llorando sus derrotas y persecuciones, no como quien mira desde lejos, sino como quien participa verdaderamente en la historia de los suyos, con todos sus traumas y dramas. Revestido del espíritu de Jesucristo, hizo de su ministerio una esperanza para su rebaño y también para los que no le seguían. A su lado, los horizontes se iluminaban, porque el Evangelio se
convertía en inspiración vital, llamada al amor incondicional y camino de plenitud.
El 15 de julio de 1854, Justino y algunos compañeros fueron detenidos, maltratados y torturados durante cuatro meses. Una vez libre y agotado por el cansancio, la enfermedad y los atroces sufrimientos que se le infligieron, aún encontró energía para terminar sus estudios sobre la compleja y antiquísima liturgia abisinia, estudios que luego fueron enviados a Roma. Peregrinando de aldea en aldea, siempre acompañado por sus sacerdotes y fieles, el intrépido misionero continuó su labor de evangelización, sostenido por una relación de profunda intimidad y
conformidad con Jesucristo, misionero del Padre y evangelizador de los pobres. Tras 21 años de fructífero apostolado entre el pueblo etíope, al que amaba como un pastor solícito, el Buen Pastor lo acogió en los prados eternos el 31 de julio de 1860.