Hijas de la Caridad

Carta a Sor Ángela Prats

Mi querida tía:

Imagina que te llega esto al móvil, como tantas veces que nos hemos escrito al amanecer y con palabras soñolientas, pero ya no lo lees con los ojos, si no con esa consciencia que nos hace eternos y perfectos.

Se deslizan las letras por el ordenador y pienso en ti y te veo en mi vida entrando y saliendo como si nunca hubieran existido los kilómetros, como si hubieras estado de continua interlocutora siempre, tú allá en Granada y yo en Alcalá, o en cualquier rincón del mundo de esos de “ten cuidado, María Dolores, que tienes que volver”.

Yo correteo por un espacio enorme aquel día en Armilla, o no sé dónde, en los que hiciste los votos como Hija de la Caridad. Quizás tengo cuatro años. Estamos todos, el abuelo, la yaya, mamá y papá. Mi madre me arregla una muñeca de esas flamencas que daban vueltas al soltar una cuerda y tú, con esa toca enorme de la Hijas de la Caridad de aquel entonces, te acercas. A mí me parecía algo muy cercano porque debajo de aquella enorme toca estabas tú y me pasas una mano por la cara: “qué grande estás”. Esa mano ha pasado ligeramente por mí muchas veces en mi niñez, pero se transformó en un apoyo continuo en todos los años que ya fui adulta.

La monjas eran un misterio para las niñas que estudiamos en colegios religiosos, pero no para mí, porque tú le dabas sentido a esa vida en la que no se forma una familia, sino que el mundo es una gran familia que cuidar. “Tu tía tiene muchas cosas importantes que hacer en la vida”, decía mi madre, y yo erguía mi espalda y sabía del orgullo de mi familia porque te multiplicabas de mil formas para ser útil.

Pero aunque tenía el coco loco de una cría, no era difícil ver el sacrificio, la pena de todos de no tenerte a la vuelta de la esquina y esto se definía en los encuentros… Era duro no verte para todos ellos, supongo que así fue para las familias que criaron sacerdotes y monjas y les dijeron adiós para que untaran de bondad este mundo nuestro.

Fueron muchos años que eras una visión fugaz pero, sin embargo, era una fiesta con tiovivos el verte llegar. A mi abuelo le brillaban los ojos porque su hija venía a casa de visita y mi yaya decía “viene Angelina” y se atareaba más para que su mundo se vistiera de domingo. Mi madre se lamentaba de lo poco que duraría tu estancia, pero se aseguraría de que yo supiera que la rutina se iba a convertir en un día de fuegos artificiales cuando tú venías. Y así fue hasta mi adolescencia.

La familia es algo extraño, te liga, pero no la eliges y es una adicción feliz en la mayoría de los casos.

Yo descubrí a la persona detrás de Sor Ángela en la edad adulta, cuando ya paseaba por los pasillos de la Universidad y me volví una adicta a tu persona. Estoy dichosa de que haya sido así, porque con la experiencia de un puñado de años te encontré detrás de esa mano que me acariciaba la mejilla de pequeña. Nunca ha habido esa distancia, has estado en mi vida para poner pomada a todas las contusiones de mi vida, para ayudarme a desenredar las sinrazones de mi existencia y apoyar lo que hacía, procurar que yo sintiera que tenía en ti la charla profunda, escucharte a ti en tu día a día y recobrar juntas la memoria familiar, la impronta de una vida llena de ejemplos que seguir y la admiración que una necesita sentir por el trabajo bien hecho por otro ser humano.

Muchos te han conocido como Hija de la Caridad, profesora, directora, visitadora,… y un hermoso modelo de vida para cientos de granadinos, pero yo te he tenido en mi álbum familiar, preparándose tu imagen para llegar a mi corazón como parte indisoluble de mi vida adulta, respondiendo a ese puzzle de enigmas que es la vida y que necesita repuestas de los que amas.

No he notado que tu universo estuviera en otro lugar y que te decidieras por vivir otra familia como monja. Como tantas cosas que has hecho bien, te las has arreglado para seguir los pasos de esta brevísima familia que somos, como si aún diera más de sí tu vocación, aquella a la que te entregaste cuando con 21 años te perdiste tras las cortinas de Dios.

Te gustó el panegírico que escribí al morir mi padre hace seis meses. Me sorprendo ir sabiendo ahora que te gustaba y hasta admirabas cosas que he hecho y hago. Esto es sólo un largo mensaje a tu móvil, como tantas veces te escribí en horas parecidas de la madrugada. Quiero sentir que esto me acerca aún más a ti en ese Cielo absoluto en donde estás. Espero que al abrir tu móvil y leerme vuelvas a sentirte orgullosa de tu sobrina.

Tu sobrina.

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